Acudir al Corazón misericordioso de Jesús en todas las necesidades del alma y del cuerpo.

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LA VUELTA A LA VIDA

— La misericordia de la Iglesia.

— La misericordia divina en el Sacramento del perdón. Condiciones de una
buena confesión.

I. Jesús iba camino de una pequeña ciudad llamada Naín, acompañado de
sus discípulos y de una gran muchedumbre. Al entrar en la ciudad se encontró con
otro grupo numeroso de gentes que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de
una mujer viuda. Es muy probable que Jesús y los suyos se detuvieran esperando el
paso del cortejo fúnebre. Entonces, Jesús se fijó en la madre y se llenó de compasión
por ella.

En muchas ocasiones los Evangelistas señalan estos sentimientos del
Corazón de Jesús cuando se encuentra con la desgracia y el sufrimiento, ante los que
nunca pasa de largo. Al ver a la muchedumbre –escribe San Mateo relatando otro
encuentro con la necesidad– se compadeció Jesús de las gentes porque andaban como
ovejas que no tienen pastor , abandonadas de todo cuidado; al leproso que con
tanta esperanza ha acudido a Él, lleno de compasión le dijo: Queda limpio;
cuando la muchedumbre le seguía sin preocuparse del alimento y de la dificultad
para ir a buscarlo, dijo a sus discípulos: Me da lástima esta gente, y multiplicó para
ellos los panes y los peces; en otra ocasión, lleno de misericordia, tocó los ojos a
un ciego y le devolvió la vista.

La misericordia es «lo propio de Dios», afirma Santo Tomás de Aquino, y
se manifiesta plenamente en Jesucristo, tantas veces cuantas se encuentra con el
sufrimiento. «Jesús, sobre todo con su estilo de vida y con sus acciones, ha
demostrado cómo en el mundo en que vivimos está presente el amor, el amor
operante, el amor que se dirige al hombre y abraza todo lo que forma su
humanidad. Este amor se hace notar particularmente en el contacto con el
sufrimiento, la injusticia, la pobreza; en contacto con toda la condición humana
histórica que de distintos modos manifiesta la limitación y la fragilidad, física o
moral, del hombre» . Todo el Evangelio, pero especialmente estos pasajes en que
se nos muestra el Corazón misericordioso de Jesús, ha de movernos a acudir a Él en
las necesidades del alma y del cuerpo. Él sigue estando en medio de los hombres, y
solo espera que nos dejemos ayudar.

Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta Ti; no me escondas tu
rostro el día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mí; cuando te invoco, escúchame
enseguida, recitan los sacerdotes en la Liturgia de las Horas de hoy . Y el Señor,
que nos escucha siempre, viene en nuestra ayuda sin hacerse esperar.

II. Al ver Jesús a la mujer, se compadeció de ella y le dijo: No llores. Se acercó
y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron; y dijo: Muchacho, a ti te lo
digo, levántate. Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar; y se lo
entregó a su madre.

Muchos Padres han visto en la madre que recupera a su hijo muerto una imagen
de la Iglesia, que recibe también a sus hijos muertos por el pecado a través de la
acción misericordiosa de Cristo. La Iglesia, que es Madre, con su dolor «intercede
por cada uno de sus hijos como lo hizo la madre viuda por su hijo único».

Ella «se alegra a diario –comenta San Agustín– con los hombres que resucitan en su
alma. Aquel, muerto en cuanto al cuerpo; estos, en cuanto a su espíritu» [10]. Si el
Señor se compadece de una multitud que tiene hambre, ¿cómo no se va a compadecer
de quien padece una enfermedad en el alma o lleva ya en sí la muerte para la vida
eterna?.

La Iglesia es misericordiosa «cuando acerca a los hombres a las fuentes de
la misericordia del Salvador, de la que es depositaria y dispensadora.

Especialmente, «en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o
reconciliación. La Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte
que la muerte». Y es el sacramento de la Penitencia «el que allana el camino a cada
uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento
cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el
amor que es más fuerte que el pecado».

Jesús pasa de nuevo por nuestras calles y ciudades y se compadece de tantos
males como padece esta humanidad doliente; sobre todo se compadece de los
hombres que cargan con el único mal absoluto que existe, el pecado. A todos nos
dice: Venid a Mí… Nos invita a cada uno para quitarnos el pesado fardo del pecado.

Ejerce su misericordia sanando y aliviándonos del lastre más pesado, principalmente
en la Confesión sacramental, uno de los misterios más gozosos de la misericordia
divina. Cuando instituyó este sacramento tenía puestos sus ojos llenos de bondad en
cada uno de los que habíamos de venir después, en nuestros errores, en las flaquezas,
en las ocasiones en que quizá nos íbamos a mantener alejados de la Casa del Padre.
Es este también el sacramento de la paciencia divina, el sacramento de nuestro Padre
Dios avistando cada día a las puertas de la eternidad el regreso de los hijos que se
marcharon.

Examinemos hoy nosotros cómo apreciamos este sacramento que Cristo
instituyó con tanto amor para dar la Vida si se hubiera muerto por el pecado mortal
y para fortalecernos si estuviéramos débiles o enfermos por las faltas y pecados
veniales.

III. La misericordia de Dios es infinita; inagotable «es la prontitud del Padre
en acoger a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la
fuerza del perdón que brotan continuamente del sacrificio de su Hijo. No hay
pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la
limite. Por parte del hombre puede limitarla únicamente la falta de buena
voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la penitencia, es decir, su
perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia y a la verdad». Solo
nosotros podemos impedir que esa mirada de Jesús, que sana y libera, nos llegue al
fondo del alma.

En la medida en que vamos conociendo más al Señor y siguiendo sus pasos,
sentimos una mayor necesidad de purificar el alma. Para eso debemos cuidar cada
una de las confesiones, evitando la rutina, ahondando en el amor y en el dolor.

Ahondar como si cada confesión, siempre única, fuera la última; alejándonos de la
precipitación y de la superficialidad. Para eso tendremos en cuenta aquellas cinco
condiciones necesarias para una buena confesión, que quizá aprendimos cuando
éramos pequeños: examen de conciencia, humilde, hecho en la presencia de Dios,
descubriendo las causas, y quizá los hábitos, que han motivado esas faltas; el dolor
de los pecados, la contrición, fruto de un examen hondo y humilde, con un sentido
más profundo de lo que es un pecado: una ofensa al Señor, y no solo un error humano
o una falta de eficacia; propósito de la enmienda concreto y firme, que está
íntimamente unido al dolor de los pecados y que muchas veces es el índice de una
buena confesión; confesión de los pecados, que consiste en una verdadera acusación
de la falta cometida, con deseo de que se nos perdone, y no un relato más o menos
general de la situación del alma o de las cosas que nos preocupan.

El meditar en quees el mismo Señor quien, a través del sacerdote, nos perdona nos llevará a ser muy sinceros, tanto como nos gustaría serlo en el último instante de nuestra vida; cumplir la penitencia, por la que nos asociamos al sacrificio infinito de expiación de Cristo.

Esa penitencia que nos impone el sacerdote –tan mitigada maternalmente por la
Iglesia– no es simplemente una obra de piedad, sino desagravio, reparación y
satisfacción por la culpa contraída.

No dejemos de acudir con frecuencia a esa fuente de la misericordia divina,
pues a menudo, quizá en lo pequeño, nos separamos del Señor. Pidamos a Nuestra
Señora, refugio de los pecadores –nuestro refugio–, que nos ayude a confesarnos
cada vez mejor. Y pensemos también en la gran obra de misericordia que llevamos
a cabo cuando facilitamos que un amigo, un pariente o un conocido recobre o
aumente, por la recepción de este sacramento, la Vida sobrenatural de su alma.