Quienes son dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo, purifican su alma, mantienen la fe ,y descubren a Dios a través de todo lo creado

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Pascua. 6ª semana. Viernes
Decenario al Espíritu Santo
EL DON DE ENTENDIMIENTO

— Mediante este don llegamos a tener un conocimiento más profundo de los
misterios de la fe. Es necesario para la plenitud de la vida cristiana.

— Se concede a todos los cristianos, pero su desarrollo exige vivir en gracia y
empeñarse en la santidad personal.

— Necesidad de purificar el alma. El don de entendimiento y la vida
contemplativa.

I. Cada página de la Sagrada Escritura es una muestra de la solicitud con que
Dios se inclina hacia nosotros para guiarnos hacia la santidad. El Señor se muestra
en el Antiguo Testamento como la verdadera luz de Israel, sin la cual el pueblo se
descamina y tropieza en la oscuridad. Los grandes personajes del Antiguo
Testamento se vuelven una y otra vez hacia Yahvé para que les conduzca en las horas
difíciles. Dame a conocer tus caminos, pide Moisés para guiar al pueblo hasta la
Tierra prometida. Sin la enseñanza divina, se siente perdido. Y el rey David pide:
Dame entendimiento para que guarde tu Ley y la cumpla de todo corazón.

Jesús promete el Espíritu de verdad, que tendrá la misión de iluminar a la
Iglesia entera. Con el envío del Paráclito «completa la revelación, la culmina y la
confirma con testimonio divino». Los mismos Apóstoles comprenderán más tarde
el sentido de las palabras del Señor, que antes de Pentecostés se les presentaban
oscuras. «Él es el alma de esta Iglesia –enseña Pablo VI–. Él es quien explica a los
fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús y su misterio.

El Paráclito nos conduce desde las primeras claridades de la fe a una
«inteligencia más profunda de la revelación». Mediante el don de entendimiento
o inteligencia al fiel cristiano le es dado un conocimiento más profundo de los
misterios revelados. El Espíritu Santo ilumina la inteligencia con una luz
poderosísima y le da a conocer con una claridad desconocida hasta entonces el
sentido profundo de los misterios de la fe. «Conocemos ese misterio desde hace
mucho tiempo; esa palabra la hemos oído y hasta la hemos meditado muchas veces;
pero, en un momento dado, sacude nuestro espíritu de una manera nueva; parece
como si nunca hasta entonces lo hubiésemos comprendido de verdad». Bajo este
influjo, el alma tiene una mayor certeza de lo que cree, todo es más claro, y bajo esta
luz que le hace conocer más hondamente las verdades sobrenaturales experimenta un
gozo indescriptible, anticipo de la visión beatífica.

Gracias a este don –enseña Santo Tomás de Aquino–, «Dios es entrevistó aquí
abajo» por la mirada purificada de quienes son dóciles a las mociones del
Paráclito, aunque los misterios de la fe sigan envueltos en cierta oscuridad.

Para llegar a este conocimiento no bastan las luces ordinarias de la fe; es
necesaria una especial efusión del Espíritu Santo, que recibimos en la medida de la
correspondencia a la gracia, de la purificación del corazón y de los deseos de
santidad. El don de entendimiento permite que el alma, con facilidad, participe de
esa mirada de Dios que todo lo penetra, empuja a reverenciar la grandeza de Dios, a
rendirle afecto filial, a juzgar adecuadamente de las cosas creadas… «Poco a poco, a
medida que el amor va creciendo en el alma, la inteligencia del hombre resplandece
más y más con la propia claridad de Dios», y nos da una gran familiaridad con
los misterios escondidos de Dios.

En este día del Decenario al Espíritu Santo podríamos preguntarnos sobre el
deseo de purificar nuestra alma, y si este deseo tiene, entre otras manifestaciones, el
aprovechar muy bien las gracias de cada Confesión. Si acudimos a ella con la
puntualidad que hayamos previsto, si preparamos con toda sinceridad el examen de
conciencia, si pedimos al Paráclito ayuda para fomentar la contrición y un gran deseo
de alejarnos de todo pecado y faltas deliberadas.

II. El Espíritu Santo, mediante el don de entendimiento, hace penetrar al alma,
de muchas maneras, en las profundidades de los misterios revelados. De una forma
sobrenatural, y por tanto gratuita, enseña en lo íntimo del corazón lo que encierran
las verdades más profundas de la fe. «Como uno que sin haber aprendido ni
trabajado nada para saber leer ni tampoco hubiese estudiado nada –explica Santa
Teresa–, hallase que ya sabía toda la ciencia, sin saber cómo ni de dónde le había
venido, pues nunca había trabajado ni para aprender el alfabeto. Esta comparación
última enseña algo de este don celestial, porque el alma ve en un momento el misterio
de la Santísima Trinidad y otras cosas muy elevadas con tal claridad, que no hay
teólogo con quien no se atreviese a discutir estas verdades tan grandes».

El don de entendimiento lleva a captar el sentido más hondo de la Sagrada
Escritura, la vida de la gracia, la presencia de Cristo en cada sacramento y, de una
manera real y sustancial, en la Sagrada Eucaristía. Este don nos da como un instinto
divino para aquello que de sobrenatural hay en el mundo. Ante la mirada del creyente
iluminada por el Espíritu brota así todo un universo nuevo. Los misterios de la
Santísima Trinidad, de la Encarnación, de la Redención, de la Iglesia se convierten
en realidades extraordinariamente vivas y actuales que orientan toda la vida del
cristiano, influyendo decisivamente en el trabajo, en la familia, en los amigos… Su
influjo hace la oración más sencilla y profunda.

Quienes son dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo, purifican su alma,
mantienen la fe despierta, descubren a Dios a través de todas las cosas creadas y de
los sucesos de la vida ordinaria. El que vive en la tibieza no percibe ya estas llamadas
de la gracia, tiene embotada su alma para lo divino, y ha perdido el sentido de la fe,
de sus exigencias y delicadezas.

El don de entendimiento lleva a contemplar a Dios en medio de las tareas
ordinarias, en los acontecimientos, agradables o dolorosos, de la vida de cada uno.
El camino para llegar a la plenitud de este don es la oración personal, en la que
contemplamos las verdades de la fe, y la lucha, alegre y amorosa, por mantener la
presencia de Dios durante el día fomentando los actos de contrición cuando nos
hemos separado del Señor. No se trata de una ayuda sobrenatural extraordinaria que
se concede exclusivamente a personas muy excepcionales, sino a todos aquellos que
quieren ser fieles al Señor allí donde se encuentran, santificando sus alegrías y
dolores, su trabajo y su descanso.

III. Para ir adelante en este camino de santidad es necesario fomentar el
recogimiento interior (evitar andar con los sentidos despiertos, estar dispersos en las
cosas, sin presencia de Dios…), la mortificación de los sentidos internos (la
imaginación, los recuerdos y pensamientos inútiles…) y de los externos, esforzarse
diariamente en la presencia de Dios, tomando ocasión de los sucesos y percances de
cada día.

Es preciso purificar el corazón, pues solo los limpios de corazón tienen
capacidad para ver a Dios. La impureza, el apegamiento a los bienes de la tierra,
el conceder al cuerpo todos sus caprichos embotan el alma para las cosas de Dios. El
hombre no espiritual no percibe las cosas del Espíritu de Dios, pues son necedad
para él y no puede conocerlas, porque solo se pueden enjuiciar según el Espíritu
[12]. El hombre espiritual es el cristiano que lleva al Espíritu Santo en su alma en
gracia, y tiene la mente y el pensamiento puestos en Cristo. Su vida limpia, sobria y
mortificada es la mejor preparación para ser digna morada del Espíritu, que habitará
en él con todos sus dones.

Cuando el Espíritu Santo encuentra un alma bien dispuesta, se va adueñando
de ella, y la lleva por caminos de oración cada vez más profunda, hasta que «las
palabras resultan pobres… y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios
sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros.
Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras
equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro
oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la
fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce
sobresalto» [13].

San Josemaría Escrivá describía el sendero de las almas, en las ocupaciones
más normales de la vida y cualquiera que fuera su cultura, profesión, estado, etcétera,
hasta llegar a la oración contemplativa. Para muchos, el camino parte de la
consideración frecuente de la Humanidad Santísima del Señor, a quien se llega a
través de la Virgen –pasando necesariamente por la Cruz–, y acaba en la Trinidad
Santísima. «El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las
Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en
la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la
existencia.

Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el
Espíritu Santo, y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que
se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!».

Al terminar nuestra oración acudimos a la Virgen, que tuvo la plenitud de la
fe y de los dones del Espíritu Santo, y le pedimos que nos enseñe a tratar y a amar al
Paráclito en nuestra alma siempre, pero de modo particular en este Decenario, y que
no nos quedemos a mitad del camino en ese sendero que conduce a la santidad, a la
que hemos sido llamados.