“SEÑALES DE PAZ”

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Por Alejandra Ma Sosa E

 

Dice la sabiduría popular que no se menciona la cuerda en casa del ahorcado. ¿Qué significa esto? Que hay temas que es mejor no tocar porque resulta doloroso hacerlo; por ejemplo, mencionar la cuerda en casa del ahorcado es traer a la mente la muerte terrible que tuvo un ser querido; es como echar sal en una herida abierta.

En el caso de los apóstoles de Jesús, este ‘dicho’ probablemente se puede aplicar en referencia a la crucifixión.

En el tiempo que pasó entre que Jesús fue sepultado y resucitó, de seguro ninguno de ellos quería mencionarla, nadie quería traer a su mente las escenas terribles de Su maestro clavado en la cruz. No sólo les dolía recordarlo, les daba pavor porque consideraban que por haber sido seguidores suyos podía corresponderles la misma suerte. No querían ni pensar en ello.

Dice San Juan que los discípulos cerraron las puertas de la casa en la que estaban reunidos, porque tenían miedo (ver Jn 20,19).

Habían pasado tres días desde aquel fatídico viernes en el Calvario y estaban deprimidos, decepcionados y, sobre todo, muertos de susto. Podemos imaginarlos hablando quedito, sobresaltándose cada vez que alguien tocaba a su puerta, temiendo que fueran los sumos sacerdotes acompañados de un batallón con el objeto de llevarlos a ellos también presos y hacerlos crucificar. ¡Qué horas tan amargas deben haber pasado!

Cómo se nota que no habían entendido ni jota de todo lo que Jesús les anunció; que cuando les habló de que sería rechazado, que moriría y resucitaría, no captaron ni entendieron esta última parte, se quedaron atorados en lo del rechazo y la muerte y de ahí no pasaron (o peor aún, se distrajeron pensando en otras cosas, por ejemplo, en quién de ellos era el más importante -ver Mc 9,30-34-). Y hoy pagan su falta de entendimiento con un escalofrío que los recorre cada vez que se les viene a la cabeza el recuerdo de su Señor crucificado.

Entonces, de pronto, en medio de ellos aparece Jesús (recordemos que, como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, Él tiene ‘un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, puede hacerse presente a Su voluntad donde quiere y cuando quiere’ -CEC #645-).

Su repentina presencia los debe haber estremecido. No saben qué pensar, ¿es un fantasma?, ¿una visión?, ¿es realmente Él? Se han de haber quedado inmóviles, pasmados, contemplándolo sin saber cómo reaccionar.

Y entonces Jesús les dice una frase tranquilizadora, típica suya: “La paz esté con ustedes” (Jn 20,20), pero inmediatamente después les muestra ¡las manos y el costado perforados!

Justo cuando de seguro ya comenzaban a serenarse les enseña lo que menos querrían ver: las heridas de los clavos y de la lanza, las pruebas palpables de Su muerte atroz. ¿Te imaginas lo que han de haber sentido? Sin duda han de haber querido decirle: ‘¡no, por favor, no nos muestres ‘eso’ porque volvemos a ponernos nerviosos, más aún aterrados!, ¡hablemos de cosas agradables, no menciones ‘aquello’, cambiemos de tema!’.

No parece lógico que un deseo de paz vaya acompañado de un gesto aparentemente destinado a ¡quitárselas! ¿Por qué lo hace Jesús? Porque contra lo que podríamos pensar, es precisamente de Sus llagas de donde brota la verdadera paz.

Sí. Son éstas la prueba de que estuvo en la cruz, y ¿qué sucedió allí?, que asumió todos nuestros dolores, todas nuestras angustias, todos nuestros pecados, en suma, todas nuestras miserias, desde la más grande y agobiante hasta la más insignificante, y al asumirlas las redimió, las unió a Sus sufrimientos y las convirtió en camino de redención y de paz.

¿Qué significa esto? Que Cristo hizo posible que todo sufrimiento, unido al Suyo, adquiera sentido, se vuelva camino de luz, se convierta en un medio de santificación, de purificación; en ayuda para crecer en la fe, en la esperanza, en el amor.

Solemos creer que sólo podemos tener paz si en todo nos va como esperamos, si nadie se nos enferma o se nos muere, si no sufrimos dificultades económicas, si gozamos de salud, bienestar, dinero, etc.  Solemos pensar que si algo de esto nos faltara, ya no podríamos ser felices y perderíamos la paz y la alegría de vivir.

Pero he aquí que viene Cristo y nos muestra Sus manos y costado, no con afán de inquietar o asustar a nadie, todo lo contrario: para darnos una alegría que nada ni nadie nos pueda arrebatar; para que comprobemos que Él murió por nosotros para desterrar de nuestra vida toda tiniebla, toda tristeza, todo temor; para que vivamos con la paz de saber que podemos encomendarle todos nuestros afanes, que Él “lleva nuestras cargas” (Sal 68,20b), que ha tomado sobre Sí todo lo que nos agobiaba, que se dejó llevar a la muerte para que tuviéramos vida, que, como dice el profeta Isaías: “por Sus llagas hemos sido curados” (Is 53, 5c).

Sus heridas son la prueba máxima de que se puede tener paz aun en medio de la situación más difícil, porque Aquel que clavado en la cruz derrotó el mal y la muerte está a nuestro lado todos los días hasta el fin del mundo (ver Mt 28,20b), de Su corazón traspasado mana a raudales Su misericordia y Sus manos llagadas nos rescatan de la oscuridad y nos conducen por el camino luminoso de la verdadera paz.